miércoles, 30 de enero de 2013

Las visitas de Baco.

Para que Baco aparezca no es necesario gritar su nombre, ni pronunciarlo tres veces, ni atraerlo con húmedos susurros. Basta con perder la mirada en aquel punto donde el cielo se ata al suelo, justo donde se confunden los pigmentos de aquella maleza lejana que insinúa espectros fantasmagóricos, pero siempre inofensivos. Es allí donde aparecen las primeras pompitas que brotan del punto de fuga más profundo. Al principio flotan inertes y, luego, acaban ordenándose hasta trazar y completar su silueta.

Fotografía: César SV.
Desde lejos, Baco parece erguido. Pero, a medida que se acerca, puedo apreciar su doblamiento y su cojera. Viene hacia mí, retorciéndose en una risa que, primero, es estridente y, luego, acaba por unirse a mi propia carcajada. Y así, juntos componemos la misma estridencia. 

Lo mismo ocurre con su aspecto, cuanto más se aproxima, su joroba, peluda y berrugosa, se me hace más querible y amigable. Y, sin el más minimo síntoma de repugnancia, saboreo cada costra que curte su espalda y paso mi brazo por encima de su hombro. Se que le agrada la sensación de sentir mi hilo de saliva cruzando los variopintos relieves de su cuerpo, porque cuando lo hago, él, complacido, mueve su cola peluda con aspavientos circulares en el aire, como si imitara la punta de pincel del artísta más inseguro.

Y apoyado en él, y él apoyado en mí, caminamos ajenos a este mundo, hostil y resquebrajado, que tanto nos aburre. Así, nos deslizamos por un camino empedrado que nos hace rodar cuesta abajo y que nos aporta la inercia suficiente para hacer tirabuzones en el aire sobre todos los obstáculos que nos brinde cualquier problema o desengaño cotidiano.

A menudo tocamos el cielo con la punta de los dedos, hasta que el vómito sube por mi garganta y su flujo entorpece el trabajo de mis cuerdas vocales. A duras penas, mi voz articula, entre bocanadas, el juramento de no volver a repetir este encuentro.
Y ese pacto he de cumplirlo. Al menos, hasta mañana.