miércoles, 21 de julio de 2010

Cuando se quiere lluvia.

En el principio del fin ya no recordaban por qué habían emprendido una nueva infancia en medio de aquella inmensidad.

Fotografía: César SV.
Aquella noche Ella le pidió amablemente que recogiera sus cosas y Él, con la misma serenidad, dejó su llave sobre la mesa y se largó. Ella perdío la mirada en algún punto infinito de aquella llave, ni el crujido de los cristales le hizo pestañear en el instante del portazo.

Fue en ese momento cuando sintió los primeros golpecitos en el techo, lluvia sobre el tejado. Segura de que llovía se refugió en el abrigo dejando el paraguas para otra ocasión. Hacía días que Él era un extraño y Ella, ahora, solo quería dejarse mojar.

El tedio de los días le habían enseñado a odiar la forma con la que Él vertía el azúcar sobre la espuma del café, la manera con la que Él dibujaba una línea en espiral antes de que aquellos granos blancos se sumergieran al fondo del vaso progresivamnete.

Era un día perfecto para dejarse mojar,...justo cuando la lluvia había pactado una tregua con aquella noche.

Sus últimos amaneceres se habían empañado con el vaho de su mal aliento al despertar, su mal aliento vencía con creces al mal humor.

Caminó por calles sin umbrales, buscó en la aureola de las farolas encendidas un atisbo de agua chispeante, pero, decididamente, aquella noche no llovería.

Cuando Él cogía un papel sobraban las dudas, era predecible que en la siguiente media hora Él se dedicaría a hacer trocitos de papel cada vez más pequeños.
Ya no recordaba la última vez que lo hicieron. Los últimos días no soportaba aquellas manos feroces aferradas a sus gluteos.


Abandonó la búsqueda de una nube escurridiza y dio media vuelta. Se conformaba con volver a casa buscando en los charcos la doble dimensión de una noche sin lluvia.

Los abrazos acolchados ya no eran torpes como al principio, sino la convicción de que el mejor abrazo era imposible. Las sábanas ya no eran un laberinto donde extraviarse, se habían convertido en muros que sugieren la salida.
Olvidó aquellas piernas en las suyas cuando eran enredaderas de pelo rizado. Con las horas se habían transfigurado en grilletes que producían un picor repulsivo.


Llegó a casa sin purificación, por esa razón olvidó besar a Lar. Un rastro de prendas secas esparcidas en el corredor fueron marcando sus pasos hacia la habitación.

Y allí, una vez más, desnuda sobre la cama escuchó llover. Pero esta vez no buscó su abrigo. Se envolvió entre las mantas y cerró los ojos. Prefería dormir sin saber, sin averiguar dónde llovía... si en la calle, si en su ventana, o en la franela de su almohada.


"No hay mayor causa para llorar que no poder llorar". L.A.S.