Fotografía: César SV. |
Era en ese momento cuando el mar parecía pedir más cabidad, tras perder su particular batalla contra la presión de la luna. Pero era a la caída de la noche cuando acababa por desbordarse. Más aún en las noches que bajaban juntos a la playa y hacían el amor saboreándose el salitre en cada punto que los unía, cuando se ahogaban a bocanadas de las caricias de un oceano en ebullición. El mar rebosaba, tanto que la cima del acantilado quedaba salpicada de un afrós más vivo que el fecundado por cualquier dios mutilado.
Volvió a casa, como aquel niño cansado de esperar tras haber deshojado cien margaritas bajo la luz de una bombilla que ilumina el banco de un parque. Sin pasión, sin afrós, saboreando un salitre que, ahora, le parecía insípido.
Se detuvo antes de entrar y levantó la vista del suelo. Desde más arriba, su hijo, crecido y madurado, lo observaba con las manos metidas en los bolsillos. Encogido y sin esperar replica alguna, entró en casa y cerró con doble vuelta, como aquel niño al que descubren incumplíendo el castigo de afrontar la carga de los inviernos.